jueves, 25 de febrero de 2010

El ciempiés felino

OPINIÓN
Tomada de la edición de El Telégrafo del 13 de febrero del 2010

Juan Martín Cueva

Hay quienes dicen temer que la Ley Orgánica de las Culturas propuesta a la Asamblea busca controlar, direccionar, censurar, instrumentalizar la cultura desde los intereses del poder. En realidad, se trata solo de un discurso hecho de falsos temores, detrás del cual aparece la defensa de intereses creados y mucho miedo al cambio verdadero.

La cultura no es una voz superior que atraviesa los tiempos y nos habla desde el pasado con una gravedad telúrica. Si fuese el caso, la tarea de los “cultos” sería la de traducir esa voz para que la entienda el pueblo. Y el rol del Estado sería simplemente el de conservar y proteger, cuando no el de “recuperar”. Si pensamos la cultura como algo que se construye y se deconstruye cada día, en cada gesto que hacemos, en cada bocado que ingerimos, en cada palabra que pronunciamos, las posibilidades y las responsabilidades del Estado en este ámbito se vuelven mucho más amplias, complejas y revolucionarias. Se trata de conservar y de proteger, sí, pero también de promover, de difundir y masificar, de desconcentrar y descentralizar. De reconocer que la cultura está en la calle y no solo en el museo, en la gente de a pie y no solo en las élites “cultas”, que la diversidad está en las chompas de cuero claveteadas y las chicas de pupera, y no solo en los pueblos ancestrales…

La legislación y la institucionalidad cultural en nuestro país son resultado de décadas de improvisación y desentendimiento en la formulación de políticas, yuxtaposición en las competencias de las instituciones, discrecionalidad en la atribución de recursos y lealtad en las concesiones a intereses de algunos grupos. Como producto de ello, se ha establecido un sistema de cacicazgos muy difícil de remover. Cada uno se siente dueño de su parcela, de su finca o de su hacienda, que puede dividir entre sus hijos o negociar con vacas y hasta con indios incluidos.Así, hemos creado un monstruo de siete cabezas. Un gato no con cuatro, ni siquiera con cinco patas, sino un verdadero ciempiés felino con muy mala motricidad.

El proyecto de Ley de Culturas busca reorganizar ese espacio considerando las cosas “desde abajo”, desde donde se generan las manifestaciones artísticas y culturales. Desde donde se accede o no al disfrute de los bienes y servicios culturales como un derecho ciudadano. Propone un Sistema Nacional de Cultura con dos subsistemas: el de la Memoria Social y el Patrimonio, y el de la Creación, Producción y Circulación de Bienes Culturales. Parecen adecuados instrumentos para organizar la intervención del Estado y la asignación de los recursos, la ocupación del espacio público y el seguimiento de los procesos. No hay que buscarle cinco patas al gato: con esas dos patas, el bicho camina.

Lo fundamental de esta ley es que construye una relación democrática y de dos vías con el ciudadano sujeto de derechos culturales. Eso es lo que se llama interculturalidad. No hace falta crear instancias burocráticas que se encarguen de hacerla realidad: la interculturalidad es un elemento transversal que nutre el espíritu y el funcionamiento de todo el sistema para establecer mecanismos de relación entre el Estado y los ciudadanos.

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